Tengan paz

Por el élder D. Todd Christofferson

Del Cuórum de los Doce Apóstoles

Espero que tomen tiempo esta época navideña para sentarse unos momentos tranquilos y dejar que el Espíritu del Salvador los inunde de calidez y les reafirme el valor de su servicio, su ofrenda y su vida.

Para mí, siempre es alentador reflexionar en la ofrenda de servicio y de sacrificio que los Santos de los Últimos Días brindan a sus familias, a sus barrios y a su Padre Celestial. Es algo consagrado y sagrado. No creo que podamos recibir honor más grande que el hecho de que el Señor considere nuestra ofrenda digna y apropiada, y que la respete y la reciba.

Tal es el gran elogio del Padre al Hijo cuando se refiere a Él como “mi Hijo Amado, en quien me complazco” (3 Nefi 11:7; véanse también Mateo 3:17; Marcos 1:11; Lucas 9:35; D. y C. 93:15; José Smith—Historia 1:17). Qué bello título. ¿Qué mayor honor puede existir que el que Dios se refiera a ustedes diciéndoles “mi hijo amado” o “mi hija amada”, y reciban el elogio de que Él acepta la ofrenda de ustedes: “en quien me complazco”?

Ruego que esta época navideña puedan sentir cierto grado del aprecio del Señor por la ofrenda que ustedes brindan, que perciban de alguna manera lo valiosos que son para Él, que sepan el amado estatus que ocupan como hijos o hijas de Él. Ruego también que el conocimiento de ese estatus les dé gran consuelo, seguridad y confianza en que cuentan con Su aprobación.

El nacimiento del Salvador

Cuando hablamos del nacimiento de Jesucristo, reflexionamos adecuadamente en lo que le seguiría. Su nacimiento fue infinitamente importante por las cosas que iba a vivir y padecer para que pudiera socorrernos mejor, todo ello culminando en Su crucifixión y Su resurrección (véase Alma 7:11–12). Pero Su misión también incluyó la belleza de Su servicio, los milagros de Su ministerio, el alivio que dio a quienes padecían y el gozo que brindó —y todavía brinda— a los que lloran.

A mí también me gusta pensar en lo que viene después. Dos de mis versículos preferidos que hablan de esa época se hallan al final del capítulo siete del Apocalipsis:

“Ya no tendrán hambre ni sed, y el sol no caerá más sobre ellos ni calor alguno,

“porque el Cordero que está en medio del trono los pastoreará y los guiará a fuentes de aguas vivas; y Dios enjugará toda lágrima de los ojos de ellos” (Apocalipsis 7:16–17; véase también 21:4).

Para mí, ese pasaje capta la sagrada esperanza de lo que está por venir, de lo que será el gran Milenio y el subsiguiente reinado celestial de Cristo.

Sin embargo, aun con todo eso por venir, considero apropiado en esta época del año pensar solamente en ese bebé en el pesebre. No se agobien ni se ocupen demasiado con lo que ha de venir; tan solo piensen en aquel bebé. Dediquen un momento de paz y tranquilidad a meditar sobre el comienzo de Su vida, que es la culminación de la profecía celestial pero también el inicio de Su permanencia en la tierra.

Dediquen tiempo a relajarse, a estar en paz, y visualicen a ese niño pequeño en la mente. No se preocupen demasiado ni se agobien por lo que pasará en la vida de Él ni en la de ustedes; en vez de ello, dediquen un momento apacible a reflexionar en lo que tal vez sea el momento más sereno de la historia del mundo: cuando todo el cielo se regocijó con el mensaje “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14).

Permitan que el Espíritu los inunde de calidez

Hace años escuché una entrevista radiofónica con el obispo Desmond Tutu, arzobispo anglicano de Sudáfrica. Acababa de publicar un libro con su hija acerca de la reconciliación que había ocurrido en Sudáfrica después del apartheid1. Básicamente, el mensaje del libro es que en toda persona hay algo bueno.

Durante la entrevista, el entrevistador le hizo una pregunta intuitiva e inspirada: “¿Ha notado que su relación con Dios ha cambiado a medida que fue avanzando en edad?”.

El obispo Tutu hizo una pausa y respondió: “Sí. Estoy aprendiendo a callarme más en la presencia de Dios”.

Recordó que cuando oraba en sus primeros años, lo hacía con una lista de peticiones y solicitudes; se dirigía al cielo con lo que él denominó “una especie de lista de las compras”. “Pero ahora”, añadió, “creo que [intento] mejorar solamente estando en Su presencia. Como cuando uno se sienta frente al fuego en invierno; uno está allí, delante del fuego, y no tiene que ser inteligente ni hacer nada; el fuego simplemente nos calienta”2.

Creo que es una metáfora hermosa: simplemente sentarse con el Señor y dejar que Él nos dé calor, así como el fuego nos calienta en invierno. No es necesario ser perfectos, ni ser la persona más importante que jamás haya vivido ni ser el mejor de todos para estar con Él.

Espero que tomen tiempo esta época navideña para sentarse unos momentos tranquilos y dejar que el Espíritu del Salvador los inunde de calidez y les reafirme el valor de su servicio, su ofrenda y su vida. Siéntense en silencio con ese bebé y salgan espiritualmente fortalecidos y mejor preparados para todo lo que venga después. Dejen que ese sea un momento de reposo, vigorizador, de consuelo y de renovación.

Que Dios les conceda esa bendición esta Navidad cuando ustedes, junto conmigo, den testimonio del Salvador Jesucristo: de Su función central en nuestra vida, en la de todo el género humano y en el propósito mismo de la existencia.

Lo adoramos, a Él servimos y lo amamos. Ruego que la vida de ustedes refleje ese amor por medio de su ofrenda durante esta época navideña y por siempre.

El don de la paz del Señor

Presidente Thomas S. Monson

“Él, que fue varón de dolores, experimentado en quebranto, le habla a todo corazón atormentado y le concede el don de la paz: ‘La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo’ (Juan 14:27)”.

Presidente Thomas S. Monson, “Dones atesorados”, Liahona, diciembre de 2006, pág. 5.

Un regalo de vida y de amor

El autor vive en Utah, EE. UU.

El regalo de mi madre nos enseñó el verdadero significado de la Navidad

El amor que mi tío Ed tenía por la vida era contagioso; lamentablemente, también tenía un par de riñones que no le funcionaban bien. Durante varios años, la diálisis había evitado que Ed sufriera un fallo renal. Los tratamientos eran dolorosos y frecuentes; cada uno de ellos lo dejaba agotado hasta el siguiente, y en el otoño de 1995 apenas parecía la sombra del vibrante ser que había sido una vez.

Finalmente, el doctor le dijo a Ed que si no conseguía pronto un riñón su cuerpo no resistiría mucho más tiempo. Aunque para sostener la vida solo hace falta un riñón, Ed no quería pedir a nadie que donara uno de los suyos, debido al riesgo inherente de la cirugía; pero no había otra opción. Varios amigos cercanos y miembros de la familia se hicieron pruebas para ver si sus riñones eran compatibles, y solo se encontró un donante perfecto: la hermana de Ed, Dottie, mi madre.

El 7 de diciembre, muchos amigos y familiares de Ed se unieron en ayuno y oración por él y por Dottie. Los cirujanos que realizaron la operación eran hermanos gemelos y, lo que era más interesante todavía, uno de ellos había donado un riñón al otro. Ed y mi madre se sintieron muy impresionados al saber que estos dos médicos, en cada operación, hacían todo lo que podían y luego inclinaban la cabeza y dejaban el resultado en las manos del Señor.

El día de la operación, un médico le sacó uno de los riñones a mi madre y, mientras cosía la incisión, su hermano implantó cuidadosamente el riñón donado en el abdomen de Ed.

La cirugía fue un éxito, pero quedaba por saber si el cuerpo de Ed aceptaría el nuevo riñón. Para aumentar las probabilidades, se suprimieron los anticuerpos en su sistema inmunológico, de modo que tuvieron que aislar a Ed en la unidad de cuidados intensivos para protegerlo de los virus. Incluso después de que le dieron el alta tuvo que permanecer aislado de todo el mundo, salvo de su familia inmediata. Sin embargo, el día de Nochebuena le dieron un permiso especial para asistir a la celebración anual de Navidad en casa de mis abuelos.

Con su mascarilla médica, Ed cruzó el umbral, fue directamente a Dottie y la envolvió en un enorme abrazo. Mientras se abrazaban, a todos los presentes se les llenaron los ojos de lágrimas; todos sintieron el amor que emanaba de ellos. Una hermana había sufrido para dar a su hermano el don de la vida. Fue un regalo de amor, un regalo de sacrificio, un regalo que él no podía darse a sí mismo.

Al observarlos, con lágrimas recorriendo mi rostro, me di cuenta de que así podía ser encontrarse con el Salvador frente a frente. Él hizo por nosotros algo que no podemos hacer por nosotros mismos. Solo Él, que era un Ser divino, fue capaz de soportar un sacrificio tan inmenso que pudiera satisfacer la ley de la justicia; y solo Él, siendo perfecto, era digno de expiar los pecados de toda la humanidad para que la ley de misericordia pudiera extenderse a todos los que lo aceptaran como su Salvador.

Mientras me deleitaba en esas reflexiones, me comprometí de nuevo a hacer todo lo posible para mostrar mi gratitud por el Salvador y por Su sacrificio. Me esforzaría por vivir como un discípulo para que algún día fuera digno de entrar en Su presencia, abrazarlo y darle las gracias personalmente por amarme lo suficiente como para hacer ese sacrificio.